JUAN LOYOLA EL PERFORMANCER DE UNA VIDA EN TRICOLOR
Por Leticia Rojas Rivas
@PeriodismoDeLeyenda
Lo conocí. Tuve el gran privilegio, como muchos margariteños, de verlo caminar de
arriba a abajo y varias veces al día la Porlamar de los años setenta. Vivía muy
cerca de mi casa (todo era muy cerca de todo en aquél Porlamar amable, donde no obstante el calor
húmedo característico de la isla, toda su gente “la pateaba” para ir de un
lugar a otro). Siempre saludaba
al pasar por el frente de mi casa. “Buenos
días…” decía con cortesía y proseguía… Yo era una niña aun y no sabía que él
era para ese momento era un artista a punto de ebullición, pero desde entonces podía percibir algo misterioso y magnético
en aquella persona de cuerpo lánguido, de marcados rasgos andróginos y de
pisada leve, que pasaba todos los días saludando por mi casa y que llegaría a convertirse, en unos pocos años
más, en una de las figuras más controversiales del escenario artístico de esa
época.
Ese
fue
Juan Alberto Loyola Valbuena, quien nació en Caracas un nueve de 9 de
abril de 1952, hijo de Juan Luis Mario Loyola y Auristela Valbuena, y que
habitaba en un cuerpo que era comandado por un corazón afectado de una
“miocardiopatía dilatada congénita”. Un corazón que trabajaba con menos de la
mitad de la capacidad de la de uno normal, pero que no fue un impedimento para
que el alma de artista que lo hacía latir se desplegara en su máxima expresión
creativa durante el tiempo que estuvo entre nosotros.
Juan Loyola fue uno de los artistas más
controversiales de la Venezuela del “ta´barato”; la Venezuela de los amaneceres gaiteros
en el poliedro; de la Venezuela que puso de moda el término “barragana” y donde el “arte no convencional” estaba
empezando a ganar los espacios antes negados por la imposición de una sociedad
conservadora y por unos marcados prejuicios culturales.
LOS COMIENZOS
No
obstante cursar estudios en la Escuela
de Artes Plásticas Cristóbal Rojas de Caracas, a Juan se le consideraba un
autodidacta. A mediados de la década de los setenta llegó a la isla de Margarita
donde entró en contacto directo con la escena artística del lugar. Aunque desde muy joven comenzó a pintar en el estado Vargas, fue realmente aquí en la Isla donde se forjaron sus inicios. Fue uno de los
fundadores, en 1975, del Complejo
Cultural "Rómulo Gallegos” que funcionaba en el paseo Guaraguao, y en
el año 1976 fundó el grupo cultural La
Piel del Cangrejo, que organizó progresivamente hasta fundar la galería del
mismo nombre y donde realizaría sus primeras muestras individuales y
colectivas. Dirigió y fundó numerosos centros de acción cultural, como la Plaza
de los Pintores Libres de Porlamar y a la par de estas actividades, Juan organizaba asociaciones similares en otras ciudades del oriente venezolano como Barcelona
y Puerto La Cruz.
“La conformación de estas agrupaciones es
una faceta fundamental de su accionar, marca la evolución de su obra y revela una sensibilidad especial para
entender el hecho artístico como experiencia individual, pero también como
herramienta colectiva” (Richar Aranguren Acosta).
Luego,
la dinámica y el desarrollo de su presencia en el arte nacional, le obligan a
trasladarse a lo largo y ancho de todo el país, asentándose principalmente en
la ciudad de Caracas, quizás para mantenerse cerca de las estructuras del poder
hegemónico a las que tanto combatió, criticó y denunció desde sus acciones
artísticas.
SU EVOLUCIÓN
Activista, provocador, polifacético, irreverente, rebelde, vanguardista, atrevido, Juan llegó
a destacarse en varias disciplinas artísticas: la poesía, la fotografía, el arte corporal, la escultura, la
pintura, el arte conceptual, y de todas ellas hacía una
interpretación muy particular. Fue un hombre que utilizó todas sus destrezas artísticas
e intelectuales con un fin muy específico; él hizo del arte, su arte, una consigna de lucha urbana,
convirtiéndose en este sentido, en el
más atrevido de la generación de artistas que accionó en la escena local
durante la década de los ochenta.
Juan
se acercó a la gente a través de un símbolo simple pero muy poderoso y
accesible a todo el colectivo: La bandera nacional. A través de sus
intervenciones reinventó el concepto del “amarillo-azul-y-rojo” ampliando el
sentido meramente patriótico/histórico que se le había dado hasta ese momento
al estandarte venezolano. Puede decirse que Juan Loyola fue el primer
venezolano que utilizó los símbolos patrios para protestar, asunto que no causo
mucha gracia en las autoridades de aquella época, siendo detenido y apresado en
varias ocasiones por “irrespeto a los símbolos patrios”. Muchos catalogaban sus
formas de expresión artística como “sacrilegios a la identidad nacional” pero,
justamente, Juan quiso asumir el arte desde su flanco más complicado
convirtiéndolo en un medio eficaz para comunicar y denunciar. Todo esto, por
supuesto, dio paso al desprecio de los que él consideró siempre como “manipuladores
del arte” y que veían en riesgo sus intereses en la medida en la que el arte de
Loyola llegaba a todos. Pero siempre fue así; su obra creaba ese antagonismo
extremo entre las personas que se acercaban a conocer sus creaciones: o se le
criticaba y se le cuestionaba, o se le amaba y aceptaba con el mayor respeto
hacia su obra transgresora.
Con
los colores de la bandera pintó chatarras de automóviles abandonados a lo largo
de todo el país, catapultando del anonimato a la celebridad a simples
materiales de desecho transformándolos en arte, como hizo con los cartones de
embalaje de mercancías importadas del puerto libre y que se acumulaban por
toneladas en las calles y puertos de la isla de Margarita. Pintaba piedras,
postes, árboles que habían sido talados; hizo performances a modo de protesta en las sedes de los
organismos gubernamentales. Estos performances que “escandalizaban” a juicio de algunos, quedaron en la memoria de muchos como una forma necesaria y muy audaz de llegar
a los ojos y a los oídos de quienes no veían ni escuchaban sobre injusticia
social.
SU LEGADO
Aunque
sus obras fueron frecuentemente excluidas de los escenarios oficiales, de los
museos y escasamente se hallan en las colecciones nacionales, éstas si alcanzaron
gran nivel de receptividad entre la crítica internacional.
“Tengo las puertas cerradas de casi todos
los museos por mi postura de divo y como se sabe la postura de divo es no dar
concesiones de principios a los manipuladores del arte venezolano”. Afirmó en una oportunidad.
Ninguna
de sus intervenciones de calle sobrevivieron a su tiempo, pero sus expresiones
de arte corporal con la bandera como símbolo, sus performances, forman parte
del subconsciente colectivo. Fue ganador del Salón Arturo Michelena (1983) en
la mención de arte no convencional y del premio especial del jurado de la VII
Edición del Festival Internacional de Cine Súper 8 y Vídeo en Bruselas (1990)
entre otros premios otorgados a lo largo de su trayectoria.
“No estoy triste, ni amargado, ni desamparado.
No tengo rabia ni odio. Siempre viví en emergencia. Renuncié a las galerías, a
los museos, a los críticos y a todo ese circo, sólo por la palabra libertad, aunque
esa libertad me costara más de la mitad de mi corazón”.
El 27 de
abril de 1999, a los 47 años de edad murió Juan Loyola a causa de su
deficiencia cardíaca. Sin dudas, Juan Loyola es un patrimonio artístico
venezolano por redescubrir. No puedo negar que siento cierta tristeza cuando
pregunto a las nuevas generaciones si conocen de Juan y no saben de su
existencia, tal vez porque, a final de cuentas, triunfó la mal-intencionada
insistencia de no reconocérsele sus meritos en cuanto a su manera de hacer
arte; quizás porque su visión del futuro era desproporcionada comparada con la
de sus contemporáneos y fue esa falta de “ambición”, en el amplio sentido de la
palabra, esa falta de compromiso social, las causantes del “olvido”, relegando
a un segundo plano el gran proyecto artístico de Juan de crear y sostener un Centro Latinoamericano de Arte Joven,
donde se albergaría la nueva vanguardia artística latinoamericana, financiada
por su propio talento y por los cuadros que compraban sus aplaudidores, sin
percatarse que ellos eran instrumentos de su último performance….
POEMA "PINTO" DE JUAN LOYOLA
PINTO
Mi
vida es una continuación de pequeñas muertes, y por lo corta que es la vida,
aprendí la importancia de un instante. A ese instante me entrego con amor
profundo; y cuando las palabras me faltan, porque la emoción es infinita, acudo
a la fuerza mutante de mi arte, que cambia, registra, esos momentos especiales
que no vuelven... Es como desvestirme ante la naturaleza y, casi mudo, perder
el miedo de mi desnudez; abandonar las poses, a veces obligantes, y ser tal
cual soy, con mi mundo de pasiones al descubierto, demostrando su hambre y su
sed, humanamente cargada de sentimientos. Amputar un pedazo de mí, del proceso
continuo y existencial, a veces dramático, ingenuo e idealista, para ofrecerlo
a este proceso de vivir, en el espacio sin tiempo de mi propio universo. Es
porque a veces me duele la nostalgia y no sé cómo decirlo... PINTO!
PINTO
porque me encuentro solo, cargado de amor, y no sé cómo entregarlo. Pinto
porque descubro un vacío parecido al mío, humano. PINTO porque a veces quiero
gritar y no me sale el aliento. PINTO porque me parece una manera especial de
estar con Dios. PINTO para atajar el tiempo que se escapa entre los dedos.
PINTO para escapar de las cárceles. PINTO también para correr peligro. PINTO
para despedirme con grandeza. PINTO porque a veces estoy herido, porque un
susurro me dice “aguanta”, y otro murmullo “continúa”. PINTO para no verme
vestido de soledades y silencios. PINTO para sentirme amado por mi pueblo.
PINTO para descubrir un mundo especial para todos; para cantarle a Bolívar y a
Sucre, y ser digno de sus cartas. PINTO para comunicarme y poder decir “Dios”,
“Naturaleza”, “Historia”. PINTO porque siempre estoy pensando en mi patria.
PINTO porque me infla la vida. PINTO porque si no exploto. PINTO porque todavía
EXISTO, porque tengo esperanzas, porque confieso que amo, y que el amor ejerce
la principal emoción que draga y hechiza el movimiento vertical de mi vida: a
ella ofrendo mi sonrisa y el último de mis suspiros. Pinto para sentirme libre.
Por eso PINTO yo: PINTO... luego !EXISTO!
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